La violència és la por als ideals dels demés. -Mahatma Gandhi-

martes, 8 de marzo de 2011

Un mundo sin arte

Dominados como estamos por la urgencia de la utilidad, nos empujan a cuestionar todo aquello que carezca de una aplicación técnica o social inmediata. Por eso nuestra sociedad no entiende, por ejemplo, que haya alumnos de bachillerato dispuestos a estudiar latín o griego. O se cuestiona permanentemente que haya que estudiar materias como la filosofía, que no proporciona utilidad alguna a quien le entrega su tiempo y esfuerzo.

Es curioso que otras materias de perfil humanístico, como la historia, la geografía o la historia del arte, no se vean tan cuestionadas: se entiende que proporcionan eso que suele incluirse bajo el ambiguo nombre de “cultura general”. Esto no impide que haya quienes dan un paso más allá y se atreven incluso a cuestionar la existencia del arte mismo. Movidos, según dicen, por el absurdo del arte contemporáneo, no es difícil encontrar quienes cuestionan seriamente que se respalde la actividad de artistas cuyas obras no transmiten nada en especial, y cuya dificultad técnica es, en algunos casos, prácticamente inexistente, tal y como se refleja en el “esto lo podría hacer yo en casa” con el que a menudo se comentan algunas obras de arte.

Para todos los que lo cuestionan: un mundo sin arte sería menos creativo. Nadie pondrá en duda que la imaginación es una de las facultades más características del ser humano y que en el arte alcanza uno de sus mayores grados de expresión. Se podrá decir que el ejercicio artístico de imaginación no es productivo o directamente aplicable. La respuesta a esta objeción es sencilla: el efecto que la imaginación artística produce sobre el espectador es ya una forma de aplicación. El arte, en consecuencia, cambia al ser humano, lo transforma, por lo que un mundo sin arte sería, inesperadamente, un mundo con menos esperanza: las posibilidades de cambio se verían reducidas, si no contamos con una instancia que nos mueva por dentro, que nos empuja a pensar o que nos retuerza las entrañas. La experiencia estética logra un tipo de comunicación que no se puede conseguir con la misma efectividad en el lenguaje abstracto. Pero hay más rasgos que deberían llevarnos a valorar el arte: un mundo sin arte sería más grotesco, más caótico. Dejando de lado nuestro gusto personal hacia el arte de nuestro tiempo, nadie puede decir que es incapaz de encontrar una sola obra de arte bella.

Más aún: entre los grandes referentes universales de la belleza encontraremos con toda seguridad obras de arte. Que acompañarán, sin duda, a paisajes naturales o a cualquier otro icono o experiencia, sin que eso reste un ápice de valor a la belleza artística. Y aún cuando es feo merece la pena el arte: el realismo o la desfiguración son un modo más de criticar, de señalar aquellos aspectos de nuestro mundo que deberían cambiar. Hoy el arte es una forma de pensamiento más, una nueva mirada a lo real. Por ello es difícil imaginar que haya quien se pueda atrever a cuestionar su existencia, en tanto que un mundo sin arte sería un mundo sin creatividad, sin esperanza, sin belleza y sin crítica. Todo esto nos aporta lo que en opinión de otros, no vale para nada. ¿Es acaso una descalificación del arte, o de quien así piensa?

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La religión del arte

Cualquiera que haya visitado un museo habrá podido vivir una experiencia similar: de repente, en una de las salas, suena un teléfono móvil. Alguien lo abre, descuelga y comienza a hablar en voz baja. En unos instantes aparece el vigilante de la sala que amablemente le indica que en el museo no está permitido el uso de teléfonos móviles. La razón fundamental: el respeto debido a las obras que se está contemplando y a su autor. El arte cuenta hoy con su propia “liturgia”: no se acude a un museo de cualquier manera, sino que hay unas ciertas reglas que van más allá de lo que conviene a la correcta conservación de la obra. Es impensable, por ejemplo, que se permita beber o comer durante la visita a una exposición. Y la razón hay que buscarla más allá de la limpieza imprescindible en toda sala que incluya obras de arte: es cuestión de “educación”, “de saber estar”.

Las sociedades occidentales llevan varias décadas inmersas en un proceso de secularización aún en curso. Y no me refiero a la pérdida de influencia social, económica o política de las diferentes iglesias, sino a la ausencia de creencias religiosas, independientemente del tipo que sean. En medio de este movimiento,la sociedad va buscando referentes sustitutivos entre los que el arte viene a ocupar un lugar importante. El silencio más respetuoso de este siglo XXI se encuentra a la entrada de cualquier museo de arte contemporáneo o en las exposiciones itinerantes que circulan por nuestras ciudades. Ante el arte hay que callar, como se callaba tiempo atrás ante lo sagrado. Sólo el “guía”, nuevo líder que nos ayuda a comprender los símbolos, puede romper ese silencio para ir desentrañando los misterios de lo que ocurre ante nuestros ojos. Hoy dejamos de creer en lo trascendente para creer en el arte, en su capacidad de redención, y lo convertimos prácticamente en un objeto de culto. El arte nos obliga a “mantener la compostura”.

La tendencia hacia la sacralización choca con una tesis ya clásica en filosofía: la muerte del arte. Con esta expresión se refería Hegel a la incapacidad del arte para mostrar la verdad. El progreso de la cultura y la civilización provocan que los vehículos de transmisión de la misma vayan cambiando. En opinión del autor alemán, la verdad era ya en su tiempo conceptual, y no estética. Por ello el arte, por así decirlo, se quedaba corto. La idea llega hasta nuestros días y ha sido defendida por importantes autores del mundo de la estética como Danto. La realidad parece llevarles la contraria: el arte es lo sagrado de un mundo ateo, viven en los museos las creencias y los símbolos, se mantienen las normas y las costumbres. La vanguardia artística desafía el sentido y juega con el absurdo. Y nosotros, como espectadores, convertimos muchas de sus propuestas en auténticos iconos, símbolos de algo que va mucho más allá de la mera obra, e incluso del autor. ¿Acaso no nos estaremos “convirtiendo” a una nueva religión, en la que los dogmas no están escritos sino realizados estéticamente en una obra que nos sorprende, nos interroga, nos asalta, nos defrauda, nos emociona o nos disgusta?

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