La violència és la por als ideals dels demés. -Mahatma Gandhi-

domingo, 16 de enero de 2011

¿Quién protege los derechos?

Los Derechos Humanos nos protegen, pero quién los protege a ellos?

Tuvieron a bien considerar las naciones del mundo, tal y como reza su declaración de derechos, lo siguiente:

Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión;
Considerando también esencial promover el desarrollo de relaciones amistosas entre las naciones;
Considerando que los pueblos de las Naciones Unidas han reafirmado en la Carta su fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana y en la igualdad de derechos de hombres y mujeres, y se han declarado resueltos a promover el progreso social y a elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de la libertad.

No está de más en un día como hoy continuar con el comentario de la declaración que venimos haciendo. Voy a resaltar tres ideas de las que aparecen en el texto: la protección jurídica, las relaciones amistosas y la “fe” depositada en la declaración.

El régimen de Derecho que protege los derechos humanos es una referencia vaga y confusa. La propia declaración no deja bien claro si es responsabilidad de cada país el incorporar los derechos humanos a sus legislaciones o si ha de haber organismos jurídicos internacionales que velen por el cumplimiento de los derechos. El tema de la “justicia universal” parece aún cuestión de ciencia ficción: no son pocos los que se ríen de los jueces que se atreven a utilizar estos conceptos. La consecuencia es clara: el tribunal de derechos humanos tiene una función testimonial en tanto que sus sentencias no siempre son respetadas por los países implicados. Esto nos devuelve a una situación internacional “prepolítica” en la que cada país actúa de manera autónoma e independiente y el criterio de la fuerza es el que se impone: ¿En qué le afectarían a China, Marruecos o España las llamadas de atención del que debería ser el máximo tribunal internacional? Los derechos se confían, en consecuencia, a la “buena voluntad” de los países y sus cámaras legislativas. Lo cual no deja de ser paradójico, en un momento de la historia en el que la expresión “derechos humanos” está permanentemente en boca de tantos y tantos políticos.

Las relaciones amistosas entre los pueblos merecen también un comentario. Abramos cualquier periódico, de cualquier ideología. Leamos su sección de política internacional: A juzgar por su modo de actuar, ¿estaríamos dispuestos a afirmar que los países se muestren convencidos de que las relaciones amistosas entre ellos son “esenciales”? Sería el colmo de la hipocresía, cuando a lo que estamos acostumbrados en un país como España es a que se busque el enfrentamiento y la disputa. Es difícil, si no imposible, recordar un sólo asunto político que se haya resuelto por la vía de la “amistad” y no del interés. Siendo esta la realidad política no es de extrañar el tercer párrafo del preámbulo: es necesario un inmenso “acto de fe” para aceptar los derechos humanos. Creo que todos nos conformaríamos si los dirigentes mundiales se creyeran ese párrafo. Por el contrario es prácticamente imposible repasar las actuaciones de los gobiernos y estar dispuestos a aceptar que existe esa fe en la dignidad del ser humano. Fijémonos en que la Declaración es tremendamente ambiciosa: no se trata de que “los políticos” tengan que creer en eso. Se habla de todos los pueblos. Y nosotros tenemos el recurso fácil: responsabilizar a los políticos de los males del mundo, cuando ni siquiera nosotros mismos reconocemos en los demás la dignidad y el valor de la pesona humana. Así están los derechos humanos, 61 años después de su declaración.

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Cuando la economía hundió la política


Los números no nos cuadranEn las últimas semanas se vienen sucediendo diversos análisis de las medidas de recorte que están tomando los países de la Unión Europea. No son pocas las voces que han proclamado el fin de la política y su derrota más absoluta respecto a la economía. Cuando se actúa, dicen, bajo el imperativo de los mercados o las necesidades financieras, se están doblegando los intereses públicos de todos a los privados de algunos pocos. En este planteamiento se esconde una valoración polarizada: la economía, se nos viene a decir, es responsable de todos los males occidentales y la política, por su parte, es el ángel bueno de la película, que trata de compensar con su sabia intervención los desmanes de la economía. Da la sensación de que volviéramos a la tierra media, y que las huestes del mal pelearan a brazo partido con unos pocos elegidos que portan la esperanza de todos. Ponerle un poco de épica al periódico de cada mañana no está nada mal, si lo que pretende uno es pasar un rato divertido y ameno. Pero cuando se va de “periodista”, “articulista” o “tertuliano”, debería mantenerse cierto rigor.

Satanizar la economía es empobrecedor: no sólo metafóricamente sino también de un modo literal. Para empezar, implica desconocer que la economía nace de algo tan perentorio como el cubrir necesidades. Eso que suele gustarnos tanto como alimentarnos, no pasar frío, etc. En Aristóteles se encuentran ya reflexiones económicas, que no son más que orientaciones sobre la buena gestión del hogar. La economía no es el maligno, ni una fuerza oculta y conspiradora: es la manera en la que producimos, distribuimos y consumimos recursos. No pretendo decir con esto que sus efectos sobre la sociedad o la política sean neutros o inexistentes: al contrario, son esenciales para comprender muchos de los fenómenos de nuestros días. Pero convertirla en “responsable” de la crisis es una estrategia similar a culpar a la gravedad de la caída sufrida después de saltar de un tercer piso. De los políticos, pero también de los periodistas, siempre se espera una capacidad de análisis un poco más profunda y rigurosa.

Cuando el crecimiento del producto interior bruto español era continuado, oh casualidad, nadie “culpaba” a la economía de ello: la política era la que lograba que el sistema funcionara. La consecuencia me parece sencilla: la política y la economía no tienen por qué entenderse como contrapuestas. Son fuerzas concurrentes dentro de sistemas complejos. Está la política y está la economía, pero también la sociedad, la cultura, la religión, el arte, las tradiciones… Hay una red de elementos interactuando entre sí que debería impedir los enfoques unidimensionales de los problemas. En vez de satanizar la economía, quizás debiéramos tomar conciencia de su importancia y asumir que es uno de los pilares de la sociedad. No el único, ni necesariamente el más importante, pero sí lo suficientemente relevante como para no convertirla en víctima propiciatoria de nuestros problemas. Decir que la política está a los pies de la economía esdemagogia. Creer que la economía puede dominarlo todo y vivir al margen de la política es propio sólo de un megalómano. Y seguro que todos podemos poner cara a más de un demagogo o un megalómano que andan en estos días por los medios de comunicación.

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Dilema moral


És dissabte i has quedat amb els amics per sortir. Ells volen anar a una festa, però tu no tens diners. Esperes que algun d'ells te'n pugui deixar. Però saps que la majoria no en té. Vas pel carrer pensant en què podries fer per poder anar a la festa, quan, mirant al terra veus un moneder.
Dins del moneder hi ha diners, els necessaris per poder anar a la festa i molts més. En el moneder hi ha el carnet d'identitat del propietari.

Què faries? Seria moral la teva acció?