La historia suscita cuestiones filosóficas variadas y estimulantes. Nos trae el pasado al presente, pone en relación tiempos diversos y plurales, compara formas de vida y de pensamiento. De hecho, puede convertirse incluso en un tema novelesco: puede que cualquier día el género de la historia ficción logre las cotas de popularidad de la novela histórica. Quién sabe. Una de las preguntas relacionadas con la filosofía de la historia consiste en plantear la posible repetición de sucesos del pasado: ¿Es posible, por ejemplo, que ocurra una tercera guerra mundial? Después de la experiencia del nazismo, ¿Podría volver a ocurrir que el totalitarismo fascita se instalara en algún gobierno europeo? El sedante de la costumbre y la cotidianidad nos lleva a rechazar tal hipótesis. Parece que contamos con mecanismos políticos y sociales suficientemente sólidos como para desechar tal hipótesis. Por el contrario, la película que presentamos hoy, plantea un argumento distinto: no se trata de una cuestión política, sino fundamentalmente psicológica. Es nuestra mentalidad la que puede predisponernos al totalitarismo.
La ola nos enseña, entre otras cosas, que a veces buscamos alguien que nos mande. La debilidad del ser humano es uno de los puntos fuertes del fascismo. En ciertos momentos necesitamos orientaciones, normas, pautas. La película es, a este respecto, un fiel reflejo de procesos que están ocurriendo todos los días: los grupos radicales de cualquier signo o las sectas que anulan la individualidad siguen punto por punto el proceso por el que pasan los protagonistas. Un lema, un logotipo, una simbología, un uniforme. Todos al final somos uno. Todos formamos una gran ola. No es, ni mucho menos, una película de ficción: se basa en hechos reales, y recuerda, con matices, a experimentos psicológicos bien conocidos como el de Salomon Asch o Philip ZimbardoPhilip Zimbardo.Philip Zimbardo. La experiencia de una clase va mucho más allá de las aulas, en una aplicación un tanto sui generis del learning by doing. La película nos enseña cómo un grupo de jóvenes más o menos desorientados se convierten en un grupo totalitario y excluyente. Y todo en menos de una semana.
La película no deja indiferente a quien la ve. Habrá quien salga del cine encantado, y habrá quién la considere una exageración, lenta pesada y aburrida. Sin embargo a todo el que la ve debería plantearle ciertos interrogantes. Los amigos de la abstracción podrían elaborar teorías sobre la condición humana y su maleabilidad. Los que sientes más simpatía por lo concreto, podrían buscar ejemplos reales y actuales en las que las estructuras totalitarias siguen vigentes, actuando con todo su vigor. Es fácil pensar que lo que sugiere la película no ocurre en occidente, dado que todos vivimos en sistemas que se dicen democráticos. Pero esto no quiere decir que los mismos mecanismos de poder que de forma imperceptible se van introduciendo en la película aparezcan también en la realidad: un lema, un logotipo, una simbología, un uniforme. Todos somos uno, que es capaz de pensar, vivir, actuar y decidir por los demás. La sumisión, la conformidad, la necesidad de guías. No se trata sólo de condiciones históricas, políticas y sociales particulares, características de un tiempo histórico concreto. La ola nos habla de la dominación y la anulación cotidiana de la individualidad, del miedo, de la inseguridad como coartada y baza ganadora del poder. Del totalismo a gran escala pero también del pequeño. Es, en definitiva, una película llena de ideas y pensamiento.
Cómo el poder mira a sus individuos.
Mirar es una de las pasiones del ser humano. Decía Aristóteles que la vista es uno de los sentidos predilectos del ser humano. Hay algo de mágico en mirar, de poderoso. Algo que dota a los ojos y todo lo que registran de un poder especial. La mirada se asocia a veces al poder: gracias a la contemplación llegamos a dominar la naturaleza y gracias al espionaje el sujeto termina anulado por una red invisible que termina conociéndolo todo. La historia reciente de Europa incluye varios casos, y de los actuales no nos enteraremos hasta que pase el suficiente tiempo, como para que ya nada importe. La vida de los otros recupera precisamente este tema: los instrumentos de dominación del poder, y su capacidad para tocarlo todo, paraconfigurar la realidad. No hace tanto que el poder político exigía no sólo cierta sumisión entendida casi como habitual en nuestros días: no se trataba sólo de integrarse en una forma de vida, sino de comulgar con ella, hasta el punto que pensar distinto era un acto de disidencia. Es entonces cuando mirar se convierte en una actividad esencial para el mantenimiento del sistema.
Basta esperar un tiempo determinado para que aparezca una relación entre quien mira y lo mirado: nadie puede permanecer absolutamente impasible frente a lo que ve, pese a toda la adhesión incondicional que nos exija el sistema. El choque entre el poder político ejercido de forma autoritaria y la autonomía individual crece inevitablemente. Quien vive sólo para mirar deja de vivir, y prolonga su vida en la de aquellos que vigila: ríe cuando los otros ríen, disfruta cuando ellos lo hacen, o llora y sufre cuando ve el sufrimiento ajeno. Es la vida de los otros la que termina siendo propia, debatiéndose entonces entre la empatía más natural que podamos imaginar, y el dictado irracional de un poder que abusa de sus funciones hasta convertir al ser humano en un mero objeto, carente de dignidad. No se puede mirar la explotación y la humillación sin intervenir, sin actuar. Sin arriesgarse a ser parte activa de lo que se ve, queriendo cambiar el curso de los acontecimientos.
La vida de los otros es probablemente una de las películas que mejor retrate el problema de la relación entre el ser humano y el poder político. Las técnicas de dominación aparecen en cada fotograma: mucho más allá de los micrófonos y las cámaras, la clave del totalitarismo reside en su capacidad de crear al sujeto. Ya dejó Foucault bien indicado que esta palabra podía referirse también a la sujeción que los individuos sufren respecto al estado. Los que están siendo vigilados están sujetos, agarrados a un poder que piensa por ellos, que controla sus movimientos, incluso cuando está ya próximo a su fin. Con todo, siempre queda una escapada, una puerta abierta: incluso cuando el poder nos anula, cuando bloquea cualquier intento de crítica o de originalidad, es posible estar a la altura, rebelarse o mostrar que no se está de acuerdo. Otra cuestión a discutir es si estos intentos de reivindicar la propia dignidad y la autonomía personal logran realizarse con éxito o fracasan con la muerte, aunque sea inesperada. Una película más que recomendable y llena de significados filosóficos.
Marxismo, propiedad, colectivización y justicia.
La película que rescatamos hoy de un olvido inmerecido (nunca suele aparecer en listas, muchos ni siquiera la han visto…) merece la pena por diversos motivos. No sólo porque en su día se llevara la concha de oro del festival de San Sebastián ni porque, por una vez, crítica y público se pusieran de acuerdo en escogerla. Si a todo esto le añadimos una interpretación excelente (Federico Luppi, José Sacristán, Cecilia Roth…), una buena historia, y una dirección magistral (al menos eso dicen los entendidos), y si le sumamos el interés que tiene la película como retrato de una forma de vida, como expresión de unacrítica social más que necesaria, pues tenemos todos los ingredientes para incluirla entre las películas que dan que pensar, que interpelan al espectador después de haberlas visto, y que nos pueden abrir a un nuevo terreno de análisis y reflexión sobre la realidad. Una película con potencial educativo y filosófico.
El flashback inicial rodea toda la acción de cierto toque de nostalgia. Como si ya los tiempos no estuvieran para demasiados idealismos, como si las cruzadas ideológicas hubieran terminado aplastadas por el rodillo. ¿A quién se le ocurriría a estas alturas de la historia, azuzar a los caballos para que el carro vaya más rápido que el tren? Cosas de locos, ningún carro puede competir con el AVE. Pero qué duda cabe: quizás exista el gen de la utopía y del idealismo. Igual da ganar a un tren una carrera que organizar una cooperativa que plante cara al cacique terrateniente de turno, más interesado en el progreso de su poder y su bolsillo que en unas decenas de vidas humanas. Y es que por mucho que cambien los tiempos no hacen más que maquillarse: con caras aparentemente nuevas, con matices que en nada cambian los problemas de fondo, los contrastes y enfrentamientos que retrata la película siguen existiendo. Desde la ciudad más desarrollada del mundo a la última favela o chabola.
Un lugar en el mundo representa, en este sentido, un canto al ser humano: a su libertad, a su dignidad y a su capacidad de cambiar las cosas, de ofrecer alternativas al gris y ritunario paisaje social, cultural, rural, económico. Tenemos el mundo que nos merecemos, parece que quisiera decirnos la película. No es que tengamos todos que echarnos a las calle, montar barricadas y promover la abolición de la propiedad privada. Pero sí que vivimos dormidos, anestesiados, ajenos a una realidad que nos debería pinchar. Como le pincha al poder, en sus más diversas manifestaciones, que ese gen de la utopía siga perviviendo, por debajo de todas las distacciones sociales. Quizás el escepticismo nos haya convertido en descreidos, no sólo en ateos (hace ya décadas que occidente lo es): perdida la fe en Dios, nos quedaba la fe en el hombre, que ya parece extinguirse. Dejarse atrapar por la película plantea interrogantes que van mucho más allá de problemáticas particulares. Cuando termina nos deja un gusto amargo, pendiente de la pregunta: ¿qué hago yo para cambiar este sabor de boca?